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NO SER MÁS SABIOS QUE JESÚS

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Jn 01, 01-18

Juan escribe su evangelio muy tarde, al final del siglo primero. La redacción de este evangelio es obra de sus discípulos, no del mismo Juan, pero la Iglesia ha visto siempre en él el mensaje del discípulo preferido de Jesús. El autor coloca al principio este formidable prólogo: es un himno de enorme contenido, toda una síntesis de la fe en Jesús de aquellas comunidades.

Se hace un paralelo entre la aparición de Jesús y la Creación. El Espíritu de Dios que planeaba sobre el Caos es el principio del Libro del Libro del Génesis. Ahora, el Espíritu de Dios es La Palabra, el Logos.

Aquel Espíritu puso orden en el Caos sacando la luz de las tinieblas; la palabra viene a manifestar la luz, a sacar de la oscuridad a los hombres. En el principio, la palabra de Dios hizo la vida; ahora, La Palabra volverá a ser vida de los hombres.

Pero los hombres se cierran a la luz: es el drama fundamental que sirve de argumento a este evangelio: La luz, por naturaleza, brilla en las tinieblas, pero –misteriosamente– las tinieblas son capaces de rechazar la luz. Éste será el argumento de la vida de Jesús rechazado por su pueblo, y el argumento tremendo de la vida humana, capaz de preferir el pecado a Dios.

Después se toman imágenes del Libro del Éxodo. Como el Señor puso su Tienda en medio del campamento de Israel y se hacía visible en la Nube, así Jesús es la presencia de Dios que vuelve a poner su tienda, que acampa entre nosotros y es un peregrino más que avanza con su Pueblo.

Y se termina con una frase tremenda: A Dios nadie le ha visto jamás. Ni Abraham ni Moisés ni los Profetas... nadie lo ha visto jamás. Pero en Jesús nuestros ojos pueden verlo y tocarlo, tan claramente se manifiesta en ese Hombre la plenitud del Espíritu de Dios.

Las lecturas de hoy nos ofrecen una reflexión global sobre todo lo que estamos celebrando estos días, desde un punto de vista muy importante: la Sabiduría, tan íntimamente conectado con la Palabra, y por tanto con Jesús, la Palabra hecha carne.

La primera lectura ha presentado el tema, desde el punto de vista de Dios mismo como perfecta Sabiduría. La segunda lectura ofrece una preciosa fórmula: "que Dios os dé espíritu de sabiduría para conocerlo... que ilumine los ojos de vuestro corazón..." Y el evangelio culmina el mensaje: Jesús es Sabiduría de Dios, para nosotros Jesús es la verdadera y perfecta Sabiduría.

Dios es la perfecta Sabiduría, y Jesús es la Sabiduría de Dios ofrecida a los humanos. Es un aspecto más de la Encarnación: Jesús es Sabiduría encarnada, visible, que puede ser conocida. Viendo y oyendo a Jesús tenemos acceso a la Sabiduría de Dios.

Corremos el peligro de entender torcidamente la palabra Sabiduría. Influenciados sin duda por viejas religiones plagadas de misterios, el término "sabiduría" nos parece en algún modo sinónimo de "conocimiento de misterios". "Sabio" sería alguien extraordinario y fuera de lo común. Los sabios teólogos y los sacerdotes son los "iniciados en los misterios divinos", a quienes se ha otorgado el privilegio de penetrar en los arcanos escondidos a la gente normal.

No estaría mal recordar aquellas estupendas palabras de Jesús, cuando un día, arrebatado en el gozo del espíritu, exclamó: "Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y los poderosos y se las has revelado a la gente sencilla" (Mateo 11, Lucas 10).

Una vez más, Jesús invierte los parámetros de las religiones, va más allá de lo que suponíamos como razonable, y da gracias a Dios porque la Sabiduría está ofrecida a todos, porque Dios es de todos.

Hay –al menos– dos aspectos de este mensaje que deben ser considerados con atención. Jesús hablaba en parábolas; en ellas se encierra la sabiduría de Jesús. Lo hacía para que la gente le entendiese, para darles acceso al Reino.

Nuestra teología se ha apartado del lenguaje parabólico. Le parece que el lenguaje metafísico es más elevado, que los conceptos pueden hablar de Dios mejor que las imágenes. Hemos corregido a Jesús. Por lo visto la sabiduría de Jesús no nos ha parecido suficiente. Y así nos va.

En vez de un mensaje salvador, ofrecido a todos, hemos creado toda una dogmática metafísica para consumo de entendidos. De aquí se deriva todo un sorprendente proceso de sustituciones: en vez de Abbá, Dios-mi-madre, hablamos del Padre Eterno, primera persona de la Trinidad, en el que lo más importante no es el amor que nos tiene, sino su majestad.

En vez de la eucaristía, la comida de los pecadores con Jesús, oficiamos el santo sacrifico de la misa, en el que lo más importante no es comulgar con Jesús y alimentarse de él, sino la consagración, la presencia real... Son innumerables los ejemplos de esta conceptualización del mensaje, cuyo efecto siempre es el mismo: hacerlo accesible sólo a especialistas y despojarlo de su poder de conversión.

Lo que nos lleva a la segunda consideración: la Sabiduría de Jesús ni se centra ni se limita a la iniciación en los misterios: es Sabiduría para vivir sabiamente, sabiduría para la salvación. Nada más lejano a lo de Jesús que la esterilidad del conocimiento, la ruptura entre conocer y actuar, la posibilidad de ser dogmáticamente correcto y prácticamente mundano.

Nada hay en el mensaje de Jesús para satisfacer curiosidades seudo-teológicas. Toda la Sabiduría de Jesús es llamamiento a la conversión, todo conocimiento de Dios es llamada a ser hijo.

Nuestra Sabiduría es vivir sabiamente, entender la vida como Jesús, como Dios mismo la entiende, tener sobre lo humano y lo divino los mismos criterios y valores que Jesús, que muestra la Sabiduría de Dios.

Es significativo el absoluto rechazo que sufrió Jesús por parte de los sabios teólogos de su tiempo. Sus peores enemigos fueron sin duda los sacerdotes, los manejadores del Templo, que fueron los responsables directos de su condena a muerte, los que justificaron su condena a muerte precisamente por hereje y blasfemo. Eran personas versadas en la Ley, perfectos conocedores de la Escritura – al menos a la letra – para quienes la enseñanza de Jesús fue herejía.

La luz brilló en las tinieblas y las tinieblas no la recibieron. Y es que apenas hay oscuridad más profunda que el falso conocimiento de Dios.

Es muy necesario para todos nosotros ser originales: volver al origen, a Jesús, y no querer saber más que Él, ni en el qué ni en el cómo.

Volver a sus expresiones metafóricas, al mundo luminoso y comprensible de las parábolas; entender a Dios con las imágenes de Jesús, no con las abstracciones de la metafísica; entender la ética desde las parábolas, no desde la lógica jurídica; entender la eucaristía desde sus comidas, no desde concepciones rituales pre-religiosas.

No querer saber más que Jesús es un comportamiento verdaderamente sabio. Y es un componente importante de nuestra fe. Decir "creo en Jesús" equivale a decir "me fío de Jesús", incluso más que de mí mismo, de mis deseos de conocer de otra manera, de saber más cosas que Jesús no dijo.

 

José Enrique Galarreta

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