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AQUELLA PRIMAVERA ECLESIAL

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Entre los principales actores eclesiales de la transición política y religiosa en España suele destacarse al cardenal Tarancón, y creo que con razón, pero, si queremos ser justos con la historia, hay que citar a otros protagonistas, colectivos unos, personalidades individuales, otras. Entre los primeros están los movimientos apostólicos comprometidos con la clase trabajadora, con el mundo juvenil y estudiantil, las comunidades de base como alternativa de Iglesia, las parroquias populares, los sacerdotes obreros, los religiosos y las religiosas en barrios, etc. Entre las personalidades que ocuparon un lugar relevante en aquella –corta, todo hay que decirlo-primavera de la Iglesia católica española se encuentra Alberto Iniesta, obispo auxiliar de Madrid, fallecido el pasado 3 de enero.

Fue, sin duda, uno de los testigos y protagonistas más lúcidos y coherentes de la transición política de la dictadura a la democracia y de la transición religiosa de la Iglesia nacionalcatólica a la del Concilio Vaticano II, y uno de los obispos que puso en práctica la reforma conciliar de manera más auténtica y que desafió al franquismo en los momentos finales de la vida del dictador. El desafío tuvo lugar en la homilía del 4 de octubre de 1975 en la que denunció la ejecución de cinco condenados y pidió la supresión de la pena de muerte de la legislación española. Para protegerse de la indignación del gobierno y de las amenazas de muerte de la extrema derecha que provocó la homilía, se vio obligado a huir a Roma, donde contó con el apoyo de Pablo VI.

Iniesta entendía la Iglesia como pueblo de de Dios, comunidad de creyentes codirigida por los laicos, comprometida con los sectores más vulnerables de la sociedad y conciencia crítica del poder. Con esa orientación participó activamente en la Asamblea Conjunta Obispos-Sacerdotes celebrada en Madrid en 1971, que hizo autocrítica por su alianza con la dictadura, denunció los enormes desequilibrios económicos y la ausencia de derechos humanos, rompió con el franquismo y defendió la democracia. Dentro del clima de reconciliación que reinaba entonces en la Iglesia católica, apoyó una de las conclusiones más conflictivas que contó con un amplio apoyo de los sacerdotes y obispos, pero no fue aprobada por no contar con los dos tercios requeridos: la que pedía perdón por no haber sido testigos de la reconciliación en la guerra entre hermanos.

Hizo realidad ese modelo de Iglesia en el barrio madrileño popular de Vallecas, de clase obrera, de izquierdas y con importante presencia del Partido Comunista. Mantuvo una estrecha relación -personal, social y eclesial- con el padre Llanos, a quien, en el prólogo a Confidencias y confesiones, del propio José María de Llanos, califica de “colaborador cercano” y de quien se consideraba “amigo entrañable”. En su actividad pastoral y socio-política tuvo como guía la teología de la liberación contando con las orientaciones éticos-proféticas del “jesuita sin papeles” José María Díez-Alegría y el asesoramiento de Casiano Floristán y Julio Lois, profesores del Instituto Superior de Pastoral y cualificados representantes de dicha tendencia teológica en España, que fueron a vivir a Vallecas coincidiendo con el nombramiento de Iniesta como obispo auxiliar de ese distrito madrileño.

Otro buen amigo de Iniesta fue Alfonso Carlos Comín, en su opinión uno de los principales intelectuales en el debate sobre el posible interacción entre marxismo y cristianismo. Lo visitó unos días antes de su muerte y le recordaba “con su cara afilada, su barba puntiaguda, sus ojos profundos..., y con unas grandes almohadas a su espalda, como el clásico dibujo de don Quijote en su lecho de muerte”. Iniesta solía citarlo como ejemplo de militante comunista y de cristiano comprometido, casi con las mismas palabras del título de uno de los libros de Comín: “Cristianos en el partido, comunistas n la Iglesia” (Laia, Barcelona, 1977).

Sintonizó, y mucho, con el cristianismo liberador latinoamericano. Prueba de ello fue la asistencia como único obispo español, en representación de numerosos colectivos cristianos de base del estado Español, al funeral y entierro del arzobispo de San Salvador, monseñor Romero, asesinado mientras celebraba misa el 24 de marzo de 1980. Su actitud ético-evangélica se caracterizó, en palabras suyas, por la  “opción preferencial por los pobres y por los oprimidos, a favor de la justicia, la fraternidad y la solidaridad, siendo la voz de los sin voz y apoyo de los más débiles”.

Conformó la Vicaría de Vallecas al modo asambleario, con la celebración de la Asamblea Conjunta de la Iglesia de Vallecas, cuyo final se vio truncado por la prohibición gubernamental, y en clave comunitaria, con el reconocimiento de los numerosos movimientos cristianos de base, más cercanos a la experiencia de la Iglesia de los orígenes que a la organización jerárquico-patriarcal actual. Iniesta fue, uno de los redactores, junto con los obispos progresistas Teodoro Úbeda, Ramón Echarren y Javier Osés, del documento “Servicio pastoral a las pequeñas comunidades cristianas”, de 1982, que reconoce humildemente la posibilidad de equivocarse “y hasta pecar”, de los obispos, así como su ausencia habitual del vivir cotidiano de dichas comunidades cristianas, la necesidad de abrirse a las críticas, defiende la eclesialidad de las pequeñas comunidades y propone como compromiso preferente de los obispos la promoción de nuevas comunidades.

Con Alberto Iniesta se hizo realidad, si bien por poco tiempo, la utopía de Otra Iglesia Posible en un barrio popular de Madrid con una amplia proyección y gran influencia en otros lugares de nuestro país. ¿Por qué no va a hacerse realidad hoy?

 

Juan José Tamayo es profesor de la Universidad Carlos III de Madrid y autor de Invitación a la utopía (Trotta, 2012)

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